La sala de espera olía a desinfectante, los pasillos se sentían fríos y la hora de ingresar al pabellón se acercaba. Era 2017 y Elizabeth Barja Soto, de 52 años en ese entonces, intentaba ignorar el peso del cansancio en su cuerpo. Llevaba meses sintiendo que algo dentro de ella no funcionaba bien. Sangrados inusuales y abundantes, anemia severa, un agotamiento que no se aliviaba con el descanso, síntomas que fueron relacionados en un principio con el periodo de menopausia.
El comienzo de una pesadilla
Su diagnóstico inicial sugería una cirugía parcial para extraer el útero y detener la hemorragia. «Un procedimiento poco invasivo y que resolvería su problema», le aseguraron. Pero lo que sucedió en ese quirófano fue el inicio de una tortura que se extendería por casi una década.
El médico tratante atendía en el CESFAM Oriente, quien la derivó al Hospital de Rengo para proceder con la cirugía. Para la sorpresa de Elizabeth, en lugar del primer especialista, otros dos cirujanos de nacionalidad venezolana fueron quienes tomaron el bisturí, a quienes conoció minutos antes de ingresar al pabellón. Según comenta, el consentimiento que tuvo que firmar no le informaba realmente el procedimiento, “me hicieron firmar un documento con siglas de médicos que yo no entiendo y no se me explico lo básico, o sea, te vamos a extraer esto”, explica.
El nuevo médico encargado le comenta que ella también tenía un prolapso, que es el desplazamiento de órganos de su posición normal. Puede afectar a órganos pélvicos, como el útero, la vejiga, la vagina, el recto o el intestino delgado. Con sorpresa y duda, ella le explicó que no perdía orina, que eso no estaba dentro de su diagnóstico inicial.
Cuando despertó, su cuerpo ya no era el mismo. Se vio rodeada de sondas, máquinas, sin entender qué estaba pasando, porque le habían explicado que era un procedimiento sencillo y ambulatorio. Fueron cinco días de hospitalización, llenos de dolor, arrepentimiento y desesperación, marcados por la ausencia del médico.
“Yo no podía caminar, esos fueron los primeros síntomas, no podía hacer pipí, tenía bloqueado el sistema urinario. Me dolía mucho el lado izquierdo, tanto que no podía dormir, no podía comer, no me podía bajar de la cama”, detalló.
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Silencio, dolor y desamparo
En el primer control le revisan los puntos quirúrgicos, ella aun sin comprender, le pregunta el porqué tenía puntos en su cadera, pero lo que escuchó en ese momento hizo que su mundo se paralizára por unos segundos, sintiendo un frío que recorría su cuerpo.
“Porque te sacamos todo”, con esa frialdad, se le informó a Elizabeth Bajar Soto que le realizaron una histerectomía completa, extrayendo no solo su útero, sino todos sus órganos reproductivos. Sin advertencias, sin explicaciones.
“Yo le digo, ¿pero por qué me sacó todo? Porque a mí los ovarios me sirven para siempre. No te sirven, eso me dijo, esa fue su expresión”, relató la denunciante.
Las complicaciones fueron inmediatas. Dolor insoportable, continuaban los sangrados irregulares, secreciones con mal olor. Elizabeth sabía que algo no estaba bien, pero cuando regresaba al Hospital por los controles postoperatorios, lo que encontró fue desconcertante: Su médico negó cualquier relación entre su cirugía y el infierno que vivía.
«Todo está bien, debe ser porque está recién operada», le repetían una y otra vez. Pero su cuerpo decía lo contrario. En ese preciso momento comenzaron los malos tratos. “Empezaron los gritos, como que yo no sé nada y yo conozco mi cuerpo”, minimizando el dolor de aquella mujer que solo buscaba una calma a su infierno.
La solución fue un par de inyecciones en el nervio pudendo, que inerva los genitales externos de ambos sexos, así como los esfínteres de la vejiga urinaria y del músculo esfínter externo del ano. “Me dijo que el pudendo se había torcido en la operación. Me puso esa inyección mencionando que me las iba a regalar, así que casi era un favor”, confiesa Barja.
El tiempo pasaba y los años siguientes fueron un calvario. Consultas sin respuestas, diagnósticos descartados sin pruebas suficientes, tratamientos que no funcionaban. Síndrome de vejiga dolorosa, infecciones, hongos, compresión del nervio pudendo… Cada teoría era desechada con el tiempo, pero su sufrimiento continuaba.
La verdad en años de mentira
Sin encontrar respuestas en el sistema público, el 2023 Elizabeth buscó una segunda opinión. Fue con una ginecóloga que le recomendó su cirujano, quien, finalmente, detectó una grave infección causada por puntos quirúrgicos que habían sido dejados demasiado largos. Años de sufrimiento, y al fin una pista real. Pero el golpe final llegó con la revelación de que la Dra. no solo conocía el caso desde el inicio, sino que era la esposa del Dr. que realizó su cirugía.
“Cuando la fui a ver, no sabía que era la esposa, y que ella también estuvo involucrada en la cirugía. Yo no recuerdo haberla visto nunca y su firma sale en el consentimiento”, confesó.
Luego de examinar y solucionar lo que creían que era el problema, le dice “te atendiste en el hospital nomás, o sea, no esperes más”, dando a entender que todos los que asisten al hospital, deben terminar así, o conformarse con la atención que reciben.
Consultó nuevamente en el Hospital de Rengo, donde recibió respuestas vagas y un trato distante. A pesar de su insistencia, no le hicieron los exámenes necesarios para descartar problemas graves. En lugar de eso, los médicos parecían minimizar sus síntomas, como si fueran producto de su mente y no de una verdadera condición médica. La frustración comenzó a crecer cuando, tras muchas consultas, logró que una matrona la derivara a una ecotomografía.
Nuevamente en el CESFAM oriente donde inició su primer diagnóstico, reabrió una de sus heridas. Tras años de largo sufrimiento se encontró al mismo doctor que le sugirió la cirugía y quien la derivó al hospital.
“Le expliqué que tenía muchas molestias y que, además, él mismo me había enviado ahí. El Dr. me dice que no puede realizarme el examen, pero que si me iba a revisar. La primera vez que me analiza, me dice: No, aquí está mal. No quiero creer lo que pienso, pero aquí parece ser una fístula”, explicó el médico a Elizabeth.
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Finalmente, con este diagnóstico, decide poner un reclamo formal en el Hospital de Rengo, le dieron 15 días a la investigación, y a los 20 días después la llaman para decirle que tenía hora con una ginecóloga, a la cual la vio una sola vez, pero que le ordenó realizarse una resonancia magnética.
Recién en marzo de 2024 logró realizarse este examen, y Elizabeth recibió el diagnóstico que el sistema de salud le negó durante años: Fístula colo-vaginal, disfunción de vaciamiento vesical, flujo vaginal con olor fecaloideo, uretra fija y sensible en la zona parauretral.
El diagnóstico fue confirmado por especialistas en proctología y uroginecología del Hospital Clínico de la Universidad Católica, quienes finalmente le recomiendan realizarse una cirugía reconstructiva destinada a sellar la fístula y separar los órganos comprometidos. Además, propusieron realizar una colostomía como intervención complementaria para minimizar el riesgo de infección, así como la colocación de mallas quirúrgicas.
Una última esperanza
Después de ocho años de dolor, Elizabeth aún no tiene justicia. Pero este jueves 13 de febrero se abrirá una nueva puerta en su camino: se reunirá con la nueva directora del Hospital de Rengo.
No sabe si esta vez encontrará respuestas o si será otra promesa vacía. Esta reunión representa una última esperanza. Una oportunidad para que el sistema que la ignoró durante tanto tiempo, finalmente escuche su voz y puedan devolverle un poco de calidad de vida a la mujer que confío en el sistema de salud de este país.